Elizabeth jamás había ido a un estadio a ver un partido de fútbol. No es que sea fanática o gran conocedora del balompié, pero a lo largo de los años se ha acostumbrado a verlo en la televisión de su casa, donde sus padres y sus abuelos corean, gritan, celebran, se enojan y hasta lloran con el desempeño del equipo local. Es por eso por lo que ella ha aprendido a celebrar cuando ve en la pantalla que el equipo va ganando y a gritar gol cuando la pelota entra en la portería. Fuera de eso, afortunada o desafortunadamente, según el juicio del lector, aún no es una fanática del fútbol y bien puede dejar de ver un partido si aparece ante ella una actividad o juguete más interesantes.
Sin embargo, de vez en cuando su padre, sus tíos y su abuelo se van al estadio a ver el fútbol y ella, como ávida buscadora de nuevas experiencias y como buscadora de ser o estar en el centro de atención, también quería ir y durante las últimas tres semanas había solicitado, por lo menos tres veces al día, que la llevaran al estadio.
Finalmente ocurrió. El día de hoy, que se juega el clásico local, ante la imposibilidad de sus padres de hacerlo debido a motivos laborales, su abuelo ha decidido llevarla por primera vez al estadio de futbol. A sus siete años la experiencia quedará grabada durante mucho tiempo en su memoria. Está emocionada y registra cuidadosamente todo, absolutamente todo lo que ve: el ambiente festivo, los puestos de garnachas alrededor del estadio, los puestos de ventas de playeras y souvenirs alusivos a los equipos, los silbidos, los colores, la algarabía, los camiones, los policías que resguardan las entradas y las porras que, con canciones, se provocan las unas a las otras. Es un sueño hecho realidad le dice a su abuelo antes de entrar por la puerta 8, subir las escaleras y tener su primer encuentro visual con un estadio de fútbol, lleno a reventar, con un ensordecedor ruido de cánticos, bubuselas y gritos. Eli, como le gusta que le llamen, se detiene un par de segundos admirada ante el espectáculo. La sonrisa que se le dibuja de oreja a oreja hace que, independientemente del resultado del partido, para su abuelo haya valido la pena la visita.
El partido es malo, pero a Eli eso no parece importarle. Grita cuando grita su abuelo y se emociona y decepciona cuando este lo hace. Si el aburrimiento comienza a hacerse presente en, ella lo resuelve comiendo emocionada las golosinas que en el estadio venden y que su abuelo le ha comprado para acompañar la experiencia.
Al medio tiempo Eli se deleita viendo el desfile de patrocinadores, las edecanes con las banderolas y las carreras de botargas. Como símbolo de la ciudad, salen un par de botargas de «gallos de pelea» con guantes de box y, de tanto en tanto, en medio del desfile, simulan boxear entre ellos de manera chusca ante las miradas y risas del público que distiende las tensiones provocadas por el mal, pero reñido, partido.
El segundo tiempo pasa rápido y termina en victoria para el equipo local con un penalti de dudosa legitimidad al último minuto. El abuelo de Eli grita a todo pulmón el gol y la victoria del equipo y Eli, empática, salta y grita también llena de alegría.
Al finalizar el partido regresa a casa; dormirá temprano ante la energía que requirió enfrentarse a todas las nuevas experiencias. Antes de dormir, su mamá le preguntará si le gustó ir al ver el fut y si volvería a ir, y Eli contestará sumamente emocionada que sí, que estuvo padrísimo.
Cuando le pregunten qué fue lo que más le gustó de todo ella sonreirá tiernamente y dirá muy emocionada, segura de que esa es la mejor experiencia de todas las que se viven en un estadio de fútbol: «Ver a los gallitos».
Después, satisfecha de su respuesta, ante la mirada atónita de padres y abuelos, se despedirá y se marchará a dormir.
Para Centuria Noticias: Alfonso Díaz
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