«La culpa la tuvo el sopor de la media tarde».
Fue lo último y único que dicen que dijo Santiago López cuando Orestes lo encontró, moribundo, sobre su cama, en aquel remoto pueblo alejado de la mano de Dios y abandonado a su suerte desde hace años; al grado que ni siquiera los candidatos regionales se paraban por ahí en búsqueda de posibles votos.
Con excepción de Orestes, el tendero del pueblo, que salía de tanto en tanto en búsqueda de provisiones para vender en su rústica tienda o a visitar a sus familiares en la gran ciudad, a nadie se le perdía nada en ese lugar y ninguno de sus habitantes perdía jamás nada fuera de éste; por lo que el pueblo se las apañaba solo, sin que pasara nada nunca interesante ahí, ni siquiera Dios, y en ocasiones ni siquiera el tiempo.
Conformado por poco más de una docena de casas y encallado en medio del llano, el pueblo era un lugar caliente, sobre todo en verano, a media tarde, cuando los rayos del sol parecían filtrarse por cualquier resquicio que encontraran y lo cubrían todo con su manto, generando un sopor hipnótico, letárgico, en cada uno de los habitantes, que les quitaba, no sólo la energía, sino también las ganas de hacer cualquier cosa.
«La culpa la tuvo el sopor de la media tarde», dicen que dijo Santiago López, y quizás haya algo de verdad en ello. El calor muchas veces aniquila las voluntades.
Todo comenzó dos meses antes de que dijera la frase ya mencionada, en un caluroso día de agosto, justo a media tarde.
El calor se filtraba por las ventanas y Santiago se encontraba, al igual que sus correligionarios, tendido en la cama, esperando que el tiempo pasara de prisa y la noche trajera consigo frescor y, con suerte, un poco viento; buscando por lo menos dormir la siesta, en una titánica empresa que parecía imposible, puesto que el calor era tan agobiante que ni siquiera permitía eso y las sábanas se tornaban asfixiantes y por demás pegajosas.
Fue en ese mismo escenario en que los acontecimientos tuvieron su punto de partida (y, dicho sea de paso, también de cierre). Mientras cansinamente Santiago se giraba por enésima vez hacia su costado derecho, su vista se detuvo y se posó sobre un par de moscas que caminaban sobre un extremo de su cama; pausada y lentamente, como si ellas también fuesen víctimas de los efectos soporíficos del calor reinante.
«Sería tan fácil atraparlas» pensó tras varios minutos de silenciosa contemplación. Solamente, tendría que estirar su brazo, y en un solo movimiento asirlas en su puño. «Seguro que ni siquiera intentarían escapar, pues su letargo es tal, que ni se darían cuenta del movimiento».
Y cavilando sobre esto, sin duda resignado a no poder dormir ya, hizo de tripas corazón y en un esfuerzo sobrehumano, sacando energías vaya a saber usted de dónde, hizo el movimiento mencionado y en menos de dos segundos la tarea estaba realizada. Fiuuuuz fuuu y ya, las moscas se encontraban en su poder.
Seguro de que no las había matado, Santiago se extrañó de no escuchar aleteos ni sentir su movimiento en el interior del puño. Abriendo despacio el mismo, pudo contemplar que, en efecto, el sopor de la media tarde también ejercía su influencia en las moscas, puesto que, o bien no se habían percatado de lo ocurrido, o no tenían la energía para huir de ahí. Nadie escapaba del calor veraniego en aquellas regiones y quizás era por eso que ni Dios se paraba en esos parajes.
La idea le vino quién sabe de dónde, pero caló hondo. Aún sabiendo que se trataba de algo macabro a la vez que asqueroso, no podía apartarla de su mente y, siendo fieles a la verdad, le atraía mucho: «¿y si me las como?». Y en menos de dos segundos, la desagradable tarea estaba hecha.
Con el paso de las horas y de los días, esta tarea se volvió rutinaria. Así como hay personas que se arrancan los vellos faciales, en medio del desagrado y del dolor, pero que por alguna razón continúan haciéndolo pues lo encuentran placentero, Santiago continuó con su nueva rutina. Entre otras cosas, porque lo distraía un poco del calor y del lento pasar del tiempo. Sin embargo, al poco esta actividad se mimetizó con el tedio de las calurosas tardes del pueblo y Santiago no encontró más diversión en ella. El tiempo volvía a detener su andar. Una cosa llevó a la otra, y ésta a otra, cada una más desafiante y, por ende, más atractiva que la anterior. A los cinco días del primer acercamiento hacia las moscas, las víctimas fueron sus perros, y a los siete días, comenzaron a serlo sus vecinos, los habitantes del pueblo.
Para el decimoquinto día ya no quedaba nadie en el pueblo, salvo él mismo que, rodeado de restos y de remordimientos, pero sin poder ponerse freno, emprendió lo que uno pensaría que sería imposible: comenzó a devorarse a sí mismo.
Casi agónico y desangrándose, fue cómo lo encontró Orestes, que había pasado una semana en la ciudad visitando a una hermana que hacía varios años se había marchado de ahí, y con quién de tanto en tanto tenía contacto, para no perder los lazos familiares. Al regresar al pueblo y no encontrar ni un solo perro callejero que lo recibiera y al no ver a nadie sentado en las bancas afuera de las casas, Orestes se extrañó y comenzó a buscar a diestra y siniestra a alguien que le diera razón de tan peculiar fenómeno. Al no encontrar ni respuesta ni personas en su casa, ni en ninguna de las circundantes, Orestes llegó al fin a la casa de Santiago, donde un fuerte y desagradable olor, que aumentaba a causa del calor veraniego, emanaba por las ventanas y la puerta que se encontraba, como todas las del pueblo, sin pestillo. Lo que allí encontró, no merece la pena ser descrito, y sobra decir que paralizó al tendero.
Al verlo ahí de pie, frente a él, como si de una aparición se tratase, Santiago López transformó toda su culpa en llanto, como si pudiera redimirse ante esta aparición justo en el último momento, como si quisiera explicarle que era consciente de todo lo que había hecho y que nunca había querido hacer. Consciente de su pecado, y lleno de remordimientos (o miedo) soltó unas palabras apenas perceptibles.
«La culpa la tuvo el calor de la media tarde», dijo antes de exhalar su último aliento ante la mirada atónita de Orestes, el tendero.
Para Centuria Noticias: Alfonso Díaz
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