El confinamiento trajo consigo muchas nuevas experiencias para los habitantes del mundo, en general, y para los habitantes de mi ciudad, en particular; sobre todo para aquellos que, como un servidor, hemos cumplido con la cuarentena a pies juntillas porque contamos con la fortuna (buena o mala) de trabajar desde casa. Como escritor puedo darme ese lujo mientras cuente con corriente eléctrica y una conexión a internet que cada vez resulta ser más y más defectuosa. Esto último, he de decirlo, me inquieta, aunque tiene una explicación lógica.
Dada esta situación y con la fortuna, también, de poder realizar mis pagos y pedidos de víveres desde casa, no he tenido necesitad de salir de casa mas que para prender, de tanto en tanto, el auto (que se acumula de polvo en la cochera) y regar el árbol que a bien tuvieron plantar en el jardín los inquilinos anteriores. Es por ello por lo que no caí en la cuenta de los enjambres de abejas que se formaron en las tejas de mi cochera hasta que fue demasiado tarde. O casi. Hace media docena de días, cuando un tenue pero constante zumbido me hizo salir de casa, pensando que se trataba de alguna falla eléctrica en el auto, me di cuenta de que el techo de la cochera estaba plagado de pequeños enjambres que, latiendo al unísono, como si de una película de terror se tratara, aumentaban y aumentaban en tamaño.
Mi primer impulso fue llamar el nueve once con la finalidad de que terminaran con ellas, pero me respondió una molesta y chillante voz metálica que, sin darse siquiera un respiro, me decía que todos los asesores se encontraban ocupados, que esperara en la línea o llamara más tarde, que todos los asesores se encontraban ocupados, que esperara en la línea o llamara más tarde, que todos los asesores se encontraban ocupados, etcétera, etcétera.
Molesto ante la falta de líneas o de personal, decidí hacer justicia con mi propia mano, por lo que tomé las dos cubetas que tenemos para la limpieza del hogar y preparé sendas mezclas de agua y jabón para combatir con ellas la creciente amenaza.
No pude llegar a la cochera; justo a medio camino se interpuso mi hija para suplicarme, con esos ojos y tonos suplicantes que suelen emplear los niños para sonsacarnos lo que sea, que por favor no les hiciera daño, que no estaban molestando a nadie, que eran inofensivas, que no hacían nada si uno no les hacía nada y que ─esto lo vio en una película que pasaron hace poco en la tele ─las abejitas estaban en peligro de extinción y que sin ellas, las flores y el mundo colapsarían (no dijo esas palabras, pero es un buen resumen de lo que refirió con su argumento catastrófico por demás apocalíptico).
Asombrado por sus palabras, pero firme en mi decisión, le dije que no era posible dejarlas así como así, puesto que, aunque no hicieran daño deliberadamente, constituían un peligro latente para todos, dentro y fuera de la casa y, por tanto, no podíamos dejarlas vivir en nuestra cochera.
Con ojos tristes, pero comprendiendo que yo llevaba la razón, me preguntó resignada si las podíamos dejar, al menos, hasta el viernes, para que tuvieran oportunidad de prepararse para su mudanza. Era jueves por la noche así que acepté. Me encontraba muy cansado e ingenuamente supuse que unas horas más no cambiarían en nada la situación.
En menos de dos horas los enjambres se convirtieron en uno solo de dimensiones colosales que terminó por envolver la casa entera. El día de hoy vivimos en el centro de una enorme colmena. Estoy seguro de que eso y los zumbidos incesantes han menguado la calidad de mi conexión a internet. En contraparte tengo miel en abundancia y, he de reconocerlo, aunque el zumbido está a nada de volverme loco, las abejas han tenido a bien respetarnos; probablemente en retribución a la solicitud de mi hija, que, bien vista ─espero ─, algún bien le hizo al mundo y a la humanidad.
Para Centuria Noticias: Alfonso Díaz
aldacros@gmail.com