Conforme mi hija fue creciendo, se dio cuenta de que muchas cosas cambiaban a la par que ella. Las películas que alguna vez le gustaron y repitió hasta el cansancio, junto con sus canciones, de pronto dejaron de gustarle por parecerle demasiado infantiles, comenzó a probar sabores que de pequeña rechazaba, su mamá se puso más y más guapa y su papá, que escribía un poco más, se puso más y más feo. Todo cambiaba, su altura, sus gustos, sus padres, su casa, y hasta su perrita labrador, que dejó de ser una cachorrita. Todo, todo cambió, con excepción del monstruo que vivía debajo de su cama. Ese jamás se fue. Ése seguía siendo el mismo.
Yéndose a dormir sola desde temprana edad, de tanto en tanto solía escabullirse en los brazos de mamá a mitad de la noche porque debajo de su cama, decía, había un «mostro feo» que la asustaba. Aunque esto era esporádico y en cada ocasión que ocurría se le demostró que debajo de la cama no había nada más que sus juguetes regados y uno que otro calcetín extraviado, no había poder humano que le quitara la certeza de que allí abajo había algo muy feo que, esperando a que la casa estuviera a oscuras y en silencio, intentaba (con mucho éxito) asustarla.
Esta fue quizás una de las pocas constantes que vivió mi hija desde sus primeros años de vida hasta hace poco, ya cumplidos los diez años, cuando comenzó a formularse preguntas respecto a la vida; propia y de los demás. Fue en una tarde de películas en familia cuando, sin que viniera a cuento (¡a saber cuánto tiempo llevaría procesando la información!) nos cuestionó a su madre y a mí a bocajarro qué comían los «monstros» (aún le cuesta trabajo articular este diptongo). No lo sabíamos y así se lo dijimos; cuando le cuestionamos el motivo de su pregunta se limitó a decir que por nada importante, encogerse de hombros y volver a centrarse en la película que compartíamos.
Esa misma noche, después de haberse lavado los dientes, comenzó a llevarse galletas a su habitación a la hora de dormir. Al principio nos hicimos de la vista gorda, pero al notar que esta conducta se repetía dos o tres veces por semana, aunque ella creyera que no nos dábamos cuenta, terminamos por seguirla a su habitación y pedirle una explicación de su conducta. Fue entonces cuando conocimos a «Pez» (así le llamó mi hija), el famoso monstruo de debajo de la cama que durante años la había atemorizado y que ahora compartía galletitas con ella antes de que ella durmiera y que él se marchara a dormir también, a donde quiera que sea que vivan los monstruos.
Aunque Pez no cambió en su aspecto en todos estos años, las emociones que despertaba en mi hija no permanecieron inmutables. El miedo desapareció y ahora son amigos, buenos amigos que de tanto en tanto comparten galletitas. De tanto en tanto, también, lo invitamos a ver películas (siempre con el permiso de sus padres, a los que ya conocimos y con los que terminamos congeniando también).
Parece asustarse mucho con las películas de terror.
Para Centuria Noticias: Alfonso Díaz
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